El domingo anterior terminamos la sección de parábolas del evangelio de san Marcos, resaltando la compresión más íntima que Jesús da a aquellos que son sus discípulos, de ayer y de hoy. El trato de Jesús con los que subimos a la barca es de intimidad.
Este domingo continuamos nuestra lectura del evangelio de Marcos, iniciando la sección de los milagros, que también son narrados en el evangelio como catequesis para sus discípulos. En concreto, el evangelio de este domingo (Mc 4, 35-41) relato como Jesús calma la tempestad, pero al tratarse de una narración catequética, lo más importante no es el milagro en sí, si no la enseñanza que de él se desprende para los discípulos de todos los tiempos.
El relato empieza narrando que Jesús decide pasar a la otra orilla del lago, es decir; el territorio pagano de la Decápolis, que en la mentalidad judía de la época representa el lugar del dominio absoluto del demonio, y como es de esperarse, las fuerzas del mal intentan detener la difusión del mensaje de salvación, el reconocimiento de Jesús como rey y Señor. Y es entonces cuando empieza la enseñanza, el discípulo que ha decidido seguir a Jesús debe de saber su lugar, debe de ubicar plenamente su incapacidad para abarcar y comprender plenamente a Dios. Justamente es esta la misma idea de la primera lectura (Jb 38,1. 8-11). Job se encuentra en un momento de desesperación en el que ha llegado a dudar de la bondad de Dios, y Dios se le presenta dialogante interpelando a Job con una serie de preguntas a las que no puede responder, y es entonces cuando Job se sabe ante el misterio insondable de Dios y su providencia divina, se hace consciente de su pequeñez. En palabras de Juan Bautista Lobato:
Job tiene que comprender que un Dios de quien depende todo lo creado, al que todo se le somete, que puso las leyes de la naturaleza y cuida que se cumpla inexorablemente, que domina y tiene a raya tanto a lo inanimado como a los animales, un Dios con tanto poder, sabiduría y bondad, no puede hacer del hombre y de sus situaciones históricas un problema sin solución. Pero el hombre tiene que vivir esta seguridad en fe y confianza ante el inmenso misterio de Dios.
De igual forma en el evangelio invita a los discípulos a asumir esta misma actitud de fe, incluso en aquellos momentos en los que Dios parece guardar silencio, en esos momentos difíciles que humanamente no encontramos respuestas lógicas. Aún ahí, nuestra maduración en la fe debe mantenernos en paz y serenidad, sabiendo que el mal no tiene la última palabra. Esa lección de fe fue la que Jesús dio a aquellos discípulos que aterrorizados creían que acabaría su existencia ante la furia de la tempestad, esa misma lección es la que Jesús quiere darnos hoy; la fe implica un salto que parece en el vacío, pero que en realidad es hacía Dios y en él podemos confiar, en él podemos estar seguros.
W. ROIZ, 20 DE junio de 2021
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